La herida de Marcial – 2 de noviembre 2017

Asturias, si yo pudiera cantarte, si yo supiera cantarte./ Asturias verde de montes y negra de minerales.
Marcial, el padre de Jorge Fernández Díaz tenía muchas dudas y una certeza: era asturiano hasta los huesos. Tranquilamente, desde su puesto de mozo, en el ya desaparecido bar ABC de Scalabrini Ortiz y Córdoba, podría haber cantado con Víctor Manuel:
Yo soy un hombre del Sur, polvo, sol, fatiga y hambre, hambre de pan y horizontes… ¡hambre!
Marcial era marcial. Un toro capaz de nadar hasta la hazaña en el mar Cantábrico y como su nombre lo dice, caminar erguido y con gallardía. Nunca un franco, siempre puntual en la cultura del trabajo y el sacrifico de impronta inmigrante. El Centro Asturiano era su fiesta y su mundo. La sidra que cae de la bota a la boca, la fabada, las gaitas que llenan el alma y el Cangas de Narcea donde entre muñeiras conoció a Carmen, la madre de Jorge y la protagonista de “Mamá”, el libro que hizo explotar la pasión de multitudes que hoy produce su literatura.
Aquel mozo asturiano al que le decían:” Gallego, un gancia y dos cafés, uno cortado, para la mesa cuatro”, un día se reconcilió con su hijo que trabajaba en el diario La Razón que dirigía el legendario Jacobo Timerman. Jorge escribía folletines policiales que se publicaban diariamente y que estaban tan bien escritos que despertaban mucha ansiedad por saber cómo seguía la película.
Marcial era de hablar poco en general y de hablar poco con su hijo en particular. No entendía demasiado ese oficio de vagos del periodismo y la literatura. Creía que en la vida solo se puede crecer sufriendo. Y que la gloria estaba detrás de un título de médico o abogado que Jorge no tenía.
Un día, unos parroquianos habituales del café, con el diario vespertino chorreando tinta sobre la mesa, le rogaron a Marcial que le preguntara a su hijo que iba a pasar al día siguiente con el bolso de dinero para pagar un rescate que le habían robado a uno de los protagonistas.
Marcial tal vez sintió por primera vez orgullo por su hijo al que descubrió “importante”. Lo llamó al diario de urgencia y le preguntó. Marcial volvió la mesa y les dijo: “Si muchachos, mi hijo me dijo que mañana recupera el dinero”.
Jorge corrió el baño del diario a llorar en soledad la felicidad del reencuentro. Esa publicación por entregas se llamó “El asesinato del wing izquierdo”, y todavía guardo sus tapas amarillas en mi biblioteca esencial.
Aquella herida entre un padre que tuvo que procesar que su hijo se ganara la vida con la imaginación y las letras parece tener mucho que ver con esta herida, palabra que ocupa toda la tapa de su novela recién aparecida. Esa tensión del suspenso, esa narración cinematográfica que Jorge le impone a sus textos subieron a la cima con “El Puñal” y los más de 90 mil ejemplares que vendió. Ahora “La Herida” arranca con un tiraje infrecuente para los autores argentinos: 32 mil ejemplares.
Es que Jorge escribe como los dioses pero su literatura, tan fotográfica y sensual, está al alcance de todo el mundo. Tal vez por eso algunas sectas de intelectuales no lo terminan de aceptar. Son los escritores del chiquitaje, los que se masturban con sus metáforas, los que se enorgullecen de ser crípticos y que nadie los entienda ni los lea.
Jorge Fernández Díaz fue parido periodista por la necesidad de llenar la heladera de forma digna y por la curiosidad inagotable de su vieja por todo lo humano.
Pero fue parido escritor en las tardes del cine de aventuras y súper acción de la tele y en los libros de tapas duras donde los piratas eran gladiadores de batallas memorables.
Palermo fue su lugar en el mundo. Aquella escuela donde sufría lo que hoy se llama bullyng porque era gordo. Su madre encontró la solucion sin Piaget: lo mandó a estudiar judo para que devolviera golpe por golpe. Hasta que le dejaran de romper las bolas.
En su última dedicatoria Jorge me llama hermano. Y eso es lo que siento por él. Mucho más que una amistad. Fraternidad. Siento orgullo por haberlo rescatado de uno de sus exilios, allá en el sur, en Neuquén. Dirigía el diario de los Sapag y un día en la tapa apareció como título gigante la palabra “Chochón” en lugar de Chocón, el complejo hidroeléctrico sobre el río Limay, que era emblema de identidad en aquella época. Siempre nos reímos de semejante blooper que un editor no puede dejar pasar y que lo atormentó durante mucho tiempo.
Lo llevé a El Cronista a un equipo de lujo que armé en política: estaban Jorge Sigal, el Beto Casella. Allí pasábamos horas charlando después del cierre en mi Fiat 600 con el que todas las noches lo llevaba a su casa. Me quedó grabada su deseo: quiero morir en un diario. Y yo, mas moishe pero no tanto, le dije que a mí también me gustaría morir en un diario pero del que yo fuera el dueño. Anécdotas que repetimos cuando el vino o el whisky nos libera del pudor en las sombre mesas más maravillosas que recuerde. Jorge es por lejos el mejor periodista argentino y seguramente uno de los mejores escritores de habla hispana.
Tengo autoridad para decir lo primero y valoro la opinión de su amigo Arturo Pérez Reverte para asegurar lo segundo. A Jorge lo ví hacer de todo y todo bien en el difícil y bataclán oficio de periodista. Es un buscador y conseguidor de información cuando la necesita, un perro de presa de los datos duros, es un editor extraordinario que ordena el pensamiento y las crónicas de los redactores. Tiene ideas a borbotones y es un gran conductor de egos revueltos, como somos los periodistas. Y encima escribe con la emoción y la cirugía fina de un escritor. Hace todo bien y eso es difícil de encontrar. Y además se juega en sus opiniones con coraje y en defensa de la libertad.
Tengo fotos donde estamos los dos en malla, gordos y con nuestros hijos, con Lucía, Martín y Diego. Hoy Martín lo llena de felicidad como custodio y multiplicador de su talento pero además abriendo un surco propio en las nuevas tecnologías de las redes sociales.
Pocas veces vi a alguien tan enamorado. A Verónica Chiaravalli, otra periodista de lujo de La Nación, le dedicó esta novela que hoy estamos bautizando. Jorge escribió que es su “pasión. Porque colma mi vida, porque es crucial para mi literatura, y porque el amor con ella es una larga y fascinante conversación”.
Jorge llegó a la cima. Aquel hijo de gastronómico que soñaba un hijo médico o abogado, finalmente casi no le queda montaña por escalar. Por eso siempre le ruego que disfrute de sus logros, que saboree los sueños que concretó: arrancó muy abajo y llegó muy arriba.
Columnista de La Nación de los domingos. Novelista consagrado que todas las editoriales quieren tener en sus filas. Exitoso conductor de “Pensándolo bien”, su programa en esta gloriosa radio Mitre, miembro de la Academia de Letras, recibió los premios y las medallas más deseados.
Es uno de los orfebres que mejor maneja nuestro idioma. Nada le gusta más que quedarse en casa mirando películas con su amor. Camina fuerte casi todos los días para mantener los kilos y el colesterol lo más lejos posible.
A Jorge Fernández Díaz lo quiero por muchas cosas pero hay una que me mata y que me deja en deuda para toda la vida: fue una suerte de mentor, de padrino periodístico de Diego que lo admira desde que le contaba cuentos de terror en las noches de vacaciones que pasábamos juntos.
Hoy está empujando el barco de su nueva novela, “La Herida”, definido como un thriller político dentro de una gran novela policial. No es la continuación de “El Puñal”, pero seduce como protagonista Remil, esta suerte de 007 criollo, el espía más famoso de la ficción argentina.
Dice Pérez Reverte que su personaje “El Falcó” se va a retirar en Buenos Aires, tomando un café en La Biela con Remil.
Tal vez si cambian de bar y van al “Abc” que ya no existe, Jorge Fernández Díaz pueda cicatrizar una herida. La Herida de Marcial. De una Asturias de ojos ciegos de tanto mirarte sin verte. Asturias del alma, hija de mi misma madre.
Contra ese cielo, impasible, vertical, inquebrantable, firme roca firme, herida viva su carne.