El héroe del submarino – 15 de enero 2018

Los 44 son héroes. Hay un lugar donde están seguros: los 44 tripulantes del submarino San Juan están en el corazón de todos los argentinos. Pero a dos meses de la tragedia que conmovió al mundo yo quiero hacer un humilde homenaje a esos marinos que arriesgaron su vida para defender y cuidar nuestras fronteras marítimas. Por eso le quiero hablar de uno de ellos que es como hablar de todos. Quiero contarles la historia de Aníbal Tolaba, el más chico de todos los que bajaron a las profundidades del mar hace 60 días y todavía no tenemos noticias de ellos. Aníbal tenía apenas 25 años y era cabo segundo y uno de los tres sonaristas del grupo y uno de los ocho jujeños que están en el fondo del mar. Salieron de la tacita de plata, cerca de las bellezas de Purmamarca, a 1.259 metros sobre el nivel del mar y, según dice la armada de los Estados Unidos, tuvieron el accidente a 380 metros de profundidad. Los especialistas dicen que se produjo una implosión de 40 milisegundos y que todo terminó. Esa es la ciencia. Pero el amor de los familiares y los amigos dice otra cosa. Sueñan, ruegan, rezan y creen que están vivos. No se resignan. La esperanza es lo último que se pierde y por eso reclaman con desesperación que sigan buscando. A los pocos días de haber perdido contacto, había 30 naves que los estaban buscando. En ese momento el presidente Mauricio Macri estuvo con los familiares en la Base Naval y trató de darles contención y afecto porque buenas noticias no había y hasta ahora no hay. En los últimos tiempos, habían quedado en el barrido y la búsqueda, el buque oceanográfico ruso Yantar y la corbeta argentina Spiro. En las próximas horas se va a sumar el barco «Islas Malvinas” a pedido de los seres queridos que no pueden aceptar que sus familiares y amigos hayan muerto o se hayan desintegrado en lo más profundo e insondable del océano.
En el barrio “El Chingo” de la capital jujeña vive Margarita Díaz, la madre de Aníbal. Ella estuvo enseguida en la Base Naval de Mar del Plata, acá nomás a unos 5 kilómetros. Pero cada vez que le daban la información diaria, ella se descompensaba y la tenían que atender los médicos y los psiquiatras de la fuerza. Por eso esta vez no fue su madre, Margarita. Fue su hermana mayor, Antonia que fue la encargada de cuidar a los más chicos de los 9 hermanos. Antonia se recibió con un esfuerzo monumental de maestra de grado y de profesora de teatro. Cada vez que Aníbal regresaba a Jujuy le pedía el manjar que se le hacía agua a la boca: la lasagna. Era su plato preferido. Siempre quería ese mimo del plato humeante en la mesa familiar cuando recorría los 1.500 kilómetros desde Buenos Aires para volver a Jujuy.
Aníbal siempre traía alguna foto de sus aventuras para dejarle de recuerdo a su madre. Con el uniforme de gala, blanco, impecable. O con el chaleco naranja salvavidas. La preferida, la que está en el espejo del living es la foto de Aníbal en el puerto de Tierra del Fuego, con el fondo de los picos nevados y el canal de Beagle. Aníbal y su rostro recio parecen mirar el horizonte. O recordar aquellas calles del barrio, de la canchita donde tantos jujeños a pura gambeta soñaban y sueñan con ser otro Burrito Ortega, millonario en todo el sentido de la palabra. Al fútbol se las rebuscaba. Pero la gloria de Aníbal era ir a pescar. Ya el agua y lo que hay debajo del agua le producía un misterioso atractivo. Pescaban con una cañita de morondanga y luego comían lo que fritaban en el sartén que habían tomado prestado de la casa de alguno de sus amigos.
Aníbal era prolijo, ordenado, buen alumno en la escuela primaria número 10, José de San Martin y en el comercial donde terminó el secundario. Estudió con un sacrificio tremendo en la Armada. Eran muy exigentes. El les decía a sus hermanos: “Hay que ser muy valiente para estar arriba de un barco y con uniforme militar”.
Margarita no se resigna. Es su hijo el que no está. Y nadie puede calmar su desgarro, el agujero negro que tiene en el alma: “Que me lo devuelvan, vivo o muerto. No soporto mas esta incertidumbre, no puedo hacer el duelo.”
Aníbal alquilaba una vivienda humilde en Mar del Plata. La dueña de casa lo amaba por la buena onda y el afecto que siempre tenía. Si hacía un asadito con Karen, su novia, o con sus compañeros de trabajo siempre le acercaba a la propietaria un plato con alguna costilla o un matambre. Ella lo sigue llorando como si fuera su hijo.
María Victoria Morales, la madre del tucumano Luis García que era electricista del submarino dice siempre que cada parte que les dá la marina los parte al medio a ellos. Es que en general no hay mucho que decir. Los silencios son eternos, las lágrimas cotidianas y profundas. Hay familiares que todavía les siguen mandando mensajitos de texto a sus celulares. O que llevan sus fotos colgadas del cuello y dicen “prohibido olvidar” o “Todos somos los tripulantes del San Juan”.
Otra de las madres, todos los días camina por la arena, se acerca a las olas y le exige al mar que le devuelva a su hijo. Enojada le reclama que aparezca con vida.
Argentina es el octavo país del mundo en cuanto a la dimensión de nuestro territorio. Y nuestro gigantesco litoral marino duplica esa magnitud. Eso es lo concreto, lo tangible que custodiaban estos 44 héroes.
Quiso el destino que me tocara viajar con Antonia, la hermana de Aníbal Tolaba. Estaba con sus tres hijos y no sabía en qué asiento debía sentarse. Era la primera vez en su vida que viajaba en avión. La pude orientar con la tarjeta de embarque y ella me contó quien era. Me pidió que los periodistas y el gobierno no nos olvidáramos del submarino San Juan y de su gente. Le prometí que iba a contar la historia de su hermano como una manera de poner el tema en primer plano. Y ella entre lágrimas, me contó muchos de los datos que utilicé para escribir este texto.
Aníbal trabajó siempre para pagar sus estudios. De lustrabotas o vendiendo diarios o haciendo changas. Pero apostó a los valores y a la dignidad en un barrio atravesado por las privaciones, la droga y el alcohol. Estaba orgulloso de vestir el uniforme de la patria y de ser el encargado como sonarista de registrar en una computadora todo tipo de ruidos y novedades que se escucharan bajo el agua. Ahora lo buscan a ellos. La inmensidad del océano se tragó una mole de 2.700 toneladas y 60 metros de largo pero está diseñada para no ser visualizada. Ni la tecnología más avanzada del robot de búsqueda subacuático ruso han podido detectar nada.
Antonia la hermana le enseñó a los dos hermanos más chicos a hacer esa lasagna que tanto les gustaba. Aníbal aprendió a hacerla pero Fernando, el más pequeño, también se alistó en la marina como cocinero y su especialidad es la lasagna. Herencias de familia, dice.
La última vez que Antonia vió a su hermano Aníbal le dio un abrazo profundo y le regaló un “devocional”, un libro que tiene una plegaria diaria bíblica que ayuda al rezo y a la reflexión. En un mural que se hizo en homenaje a los 44 gladiadores, en Rosario, aparece Jesús dibujado que dice “No buques en lo profundo lo que está en lo alto conmigo”.
Esa fe es la que le da fuerza a Margarita para seguir pese a que la vida le amputó un hijo.
Unos animales que se creen revolucionarios pintaron con anarquismo su odio: “44 menos”. Una cachetada a la condición humana que debemos superar con actitud humanista, solidaria y comprensiva del dolor de nuestros compatriotas.
Hay 44 héroes del submarino San Juan que hace dos meses perdieron todo tipo de contacto. La fría lógica indica que están todos muertos. Pero quien soy yo para anunciar semejante drama a una madre o a un padre.
Prefiero no dar precisiones porque no las tengo confirmadas. Hay 44 héroes en la profundidad del mar custodiando nuestra soberanía. Los seguimos buscando a todos. A Aníbal lo espera su madre Margarita y su hermana Antonia con un humeante plato de lasagna. Es lo menos que se merece el héroe del submarino.