Madre hay una sola – 19 de octubre 2018

Mi amigo Jorge Fernández Díaz acaba de reeditar su exitoso libro “Mama”. Navegando la emoción de ese texto, miles y miles de argentinos conocieron a Carmen. Hoy le quiero dedicar esta columna a ella, porque en ella, Jorge, dibujó la historia de tantas madres.
Es que este domingo es el día de la madre. Si dejamos de lado el tema comercial, de lavarropas y celulares, se trata de un acontecimiento de alto impacto emocional en la vida de todos. Porque todos tenemos el cuerpo, el corazón, el alma y la cabeza llena de marcas de nuestras madres. Es un día maravilloso para mirarla profundamente a los ojos. Los que tenemos la bendición de tenerla viva y los que la tienen viva en su recuerdo. Siempre es bueno mirar a nuestra vieja con detenimiento, en cámara lenta. Sorprenderla con flores y besos. Adivinar con el aroma lo que está cocinando. Pedirle los Latkes, esas torrejas de papa rallada frita que tanto nos pueden. Observar su piel, sus movimientos, los rasgos, sus tonos de voz, todo eso que nosotros hemos heredado de ella. Es un ejercicio apasionante preguntarle a nuestra madre sobre su propia madre. Que nos hable del leikej de miel que hacía la bobe Fermina y la ansiedad cargada de amor de su padre, el zeide Rubin y su mercería de la calle Pichincha, en pleno corazón del Once, a la vuelta del mercado Spinetto. Que nos cuente una vez más esa historia familiar conmovedora de sacrificio y esfuerzo para el progreso, de movilidad social ascendente, de su hermana querida, Margarita, la contadora. O la horrorosa persecución que sufrieron nuestros familiares que huyeron de la Europa de los nazis. Aquellos momentos duros de las muertes y aquellos momentos hermosos de los nacimientos. Y sentarse a ver fotos amarillas. Fotos con los primos uruguayos de Paysandú, como Chelo y los demás. Las ropas de la época. Esos sombrerazos de casamiento y madrina. Aquella malla enteriza y los anteojos de carey tipo diva en la luna de miel en Mar del Plata o las vacaciones inolvidables en Mina Clavero.
En estos momentos de tantas angustias y de tantas inseguridades solo hay un puñado de cosas para refugiarnos. La identidad es la principal trinchera que tenemos. Igual que la familia y los afectos. Mirando fotos viejas, encontré la bicicleta. Recordé una noche de verano con olor a espiral contra los mosquitos. La parra se caía de uvas dulzonas cuando la farmacia era casi una botica. Era Reyes. Yo había pedido una bici y los reyes cumplieron. Pero la bici que trajeron mis viejos en sus camellos no era nueva. Era (muy) usada. Tanto que era la bicicleta que mi viejo había usado cuando era chico. Una bici con más de 30 años de antigüedad. ¿Se imaginan cuando la vi? Estaba más o menos repintada y con cubiertas nuevas para disimular sus arrugas. Un lifting que hizo por dos mangos don Trovato el dueño de la bicicletería de San Vicente un barrio de curtiembres con aromas similares a los de Mataderos. ¿Saben lo que hice? Era un pibe y me hice el boludo. Sobreactué mi alegría para que mis viejos no se sintieran mal por no poderme comprar una bicicleta nueva como la del Yiyi , el hijo del doctor Oliva que vivía a media cuadra y que fue el primer chico del barrio que tuvo un televisor Ranser más grande que un toro y con olor a lamparitas calientes. Les hice creer a mis viejos que me había tragado la píldora. Que la trampita piadosa les había salido bien.
Pero a la noche lloré como loco por ser pobre. Y lloré contra la almohada para que ellos no me escucharan.
Era otra Argentina. Mis viejos se quebraban la espalda laburando como burros. Día y noche. Solitos. Baldeando el piso y arrodillados rasqueteando la mugre de la farmacia por la madrugada, en batón, ojotas y pijama. Pero progresaban. Mi hermana y yo íbamos a la escuela para el orgullo de ellos. Jamás olvidaré que mi Papá estudio en la universidad y se recibió de farmacéutico a escondidas de mis abuelos. Ellos pensaban que leer libros era perder el tiempo y que la vida era solo trabajo.
Mayor era hijo de Samuel y Rosa de Polonia. Eran panaderos que vendían sus sabrosas facturas pintadas con brocha gorda y huevo en las plazas. Un día cruzando la calle, mi zeide Samuel perdió estabilidad por el peso brutal de las gigantescas canastas con pan y medialunas que llevaba en cada brazo y con el empujón que le dio una motocicleta al chocarlo, se cayó y quedó muerto en un instante. Con su cabeza pelada como la mía y la de mi viejo reventada contra el cordón de la vereda. Nunca vi a nadie llorar con tanto dolor como cuando a mi viejo se le murió su viejo.
Creo que tengo la potencia de mi viejo pero desarrollé la vocación mi madre. Esther podría haber sido una gran periodista. ¿O ya lo es?
Mi vieja, la Esther, sabe todo. Está más informada que yo. Me llama por teléfono todos los miércoles para darme su opinión del programa Palabra de Leuco de la noche anterior. Y por supuesto que no se pierde los jueves el “Ya somos grandes” de Diego. Elogia su elegancia y la inteligencia de su nieto. Kenore, dice en idisch. Me da su palabra sobre los invitados. Qué bien que estuvo Jairo, por ejemplo. O que simpática es tal diputada. Después me pasa el informe del zapping. Como si fuera una productora extraordinaria me cuenta que invitados tuvieron todos mis competidores. Siempre me dice que nuestro programa fue el mejor. Me hace acordar a una anécdota que suele contar Fernando Bravo. Dice que cuando uno se equivoca en la tele o en la radio, cuando comete un furcio, mucha gente dice, mirá el boludo este, no sabe ni hablar. En cambio nuestras madres dicen: “Pobre nene”, y sufren con nosotros.
Mi vieja es como Mirtha Legrand. Tiene su lucidez y le interesa todo lo que ocurre en la humanidad. Es curiosa, atenta, sensible, como buena periodista. Un día, después de una campaña feroz e implacable del “pauta traficante” Diego Gvirtz, un verdugo al servicio de Cristina, mi vieja me llamó y me dijo con la voz quebrada, “cuidate changuito”. Los ataques kirchneristas y sus injurias y amenazas habían sido brutales. Pero mi vieja, con dos palabras me curó todas las heridas del alma.
Ahora anda media achacada. Un poco encorvada por el peso de los años de una columna vertebral que la hace sufrir. Pero se la banca como una reina entre médicos y fisioterapeutas. Envejecer es todavía el único medio que se ha encontrado para vivir mucho tiempo.
Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre y la vista más amplia y serena.
Tal vez por eso es muy difícil que La Esther se queje. Siempre reparte alegría. Siempre agradece a la vida que pudo cumplir su sueño de construir una familia. De sus dos hijos le nacieron cuatro nietos, Edith, Ariela, Dani de la Raquelita y Diego, mi humilde aporte a la descendencia.
De sus nietos brotaron el milagro de los ocho bisnietos: de Eliana, Ezequiel, Uriel, Yoav, Yael, Jonhatan, Sofía y Eitan por orden de aparición.
¿Qué más puede pedir? Habla por teléfono como si fuera una agencia de noticias. Todos la quieren. Es famosa entre los vecinos porque tiene una actitud solidaria con todos.
Aprendí de ella que nuestro destino queda cerca. Como dice “la Sole”, “estaba donde nací lo que buscaba por ahí.
En la esquina de Alvear y Sarmiento, en esa Córdoba heróica, donde ella me crió con algún cintazo que no me dolía. O con su ojota revoleada para frenar mis travesuras. Pero con el amor de disfrazarme de duende para un acto de la escuela con una barba echa de algodón y un traje rojo cocido en la máquina Singer. Una vez se sentó a explicarme contabilidad. Yo ya estaba en el secundario y no entendía nada de sumas ni de saldos.
Son postales, fogonazos proyectados en mi cerebro. Marcas de las madres que nos marcan para siempre. Ella es madre y nosotros somos hijos para siempre. Llevamos la marca en el orillo. Porque madre, madre hay una sola.