Feliz cumplo años – 9 de abril 2019

Me siento un afortunado, un privilegiado de la vida. Tengo cientos de felicitaciones por el día de mi nacimiento. Muchas más de las que materialmente puedo contestar. Así que aprovecho para decir gracias totales a los cientos que se tomaron el trabajo de saludarme. Feliz cumpleaños son las palabras más repetidas. Yo descompuse la segunda palabra y me pregunté. ¿Feliz cumplo años? ¿En este cumpleaños estoy feliz? Por supuesto. Estoy feliz porque en el plano personal y familiar me pasan cosas maravillosas que se las deseo a todos. Pero también tengo conciencia social y demasiada información y reconozco que uno siempre es relativamente feliz en una sociedad que está atravesando calamidades de todo tipo como el odio que nos divide y la pobreza que nos angustia.
Pero del país hablo todos los días. Si me permite le cuento una pequeña experiencia que me permite explicar que es lo que entiendo por felicidad. Tal vez el testimonio le sirva a alguien.
El sábado en la charla que tuvimos con Jorge Fernández Díaz, un hermano de la vida, conté un poco esto. Es que una utopía que nos mantiene vivos y creativos es tratar de encontrar cual es el misterio de la felicidad.
Conté que hay una continuidad generacional de los Leuco. En realidad de los Lewkowicz. Y tiene que ver con la rebeldía y la búsqueda de la libertad por medio del sacrificio y la cultura del trabajo con las manos limpias y la frente alta. Eso me enorgullece. Me infla el pecho.
Todo comenzó con mi abuelo polaco. El zeide Samuel apenas hablaba dos palabras en castellano y aterrizó en un conventillo orillero del Barrio La Cruz en Córdoba. Era territorio de guapos y borrachos. Samuel había huido del nazismo, igual que la Bobe Rosa que tuvo que dejar a sus hijos más grandes ese país envenenado por los adoradores de Hitler. Eso la marcó y la desgarró para toda la vida. Para una madre tener que elegir entre sus hijos porque no podía llevar a todos en el barco debe ser una de las torturas más grandes. Ese horror lo cargó en su espalda y su mirada triste durante años hasta que mucho tiempo después descubrió que sus hijas habían sobrevivido a los campos de concentración y estaban felices de recibirla. No había rencor. Hubo comprensión.
Pero su marido, eran un morrudo buey de carga y laburo. Mi abuelo era analfabeto y solo sabía empujar el carro y proteger a su familia y dejar la vida vendiendo pan y facturas horneadas a las 5 de la mañana en su casa. Salía con dos canastas de 20 kilos a ganarse el mango. Era rústico y duro para hacernos una caricia. Yo admiraba y temía a ese pelado como mi viejo y como yo, que sembró esta familia en las peores condiciones. Sin saber el idioma, rodeado de marginalidad, sin saber leer ni escribir.
Cuando Mayor, mi viejo le dijo que iba a estudiar en la universidad, recibió un cachetazo en lugar de felicitaciones. Para Samuel el estudio era perder el tiempo. Era un campesino nacido en un nudo ferroviario que sabía que había que trabajar noche y día. Romperse el lomo para parar la olla. Mi viejo siguió trabajando por dos pesos y un traje a fin de año, pero en la noche, a la luz de la vela, en la clandestinidad, se quemó las pestañas y finalmente se recibió de farmacéutico. Es el primer profesional de la familia. Pasar por la facultad le abrió un mundo. Su padre rechazaba ese título que tanto le había costado. Pero sus amigos empezaron a elogiarlo por tener un hijo farmacéutico. Lo felicitaban en el templo o los negocios donde vendía sus panes de la cordura. Recién allí comprendió la importancia. Se arrepintió y lloró frente a mi padre. Y como pedido de disculpas le ofreció su casa para que la hipotecara y pudiera comprarse la primera farmacia. Esa casa que tanto extraño y donde comí las mejores comidas y jugué a la lotería con mi abuela, se había levantado literalmente con las manos. Esa vivienda humilde era la gloria para esa familia muy pobre. Y mi abuelo no dudó un segundo, cuando comprendió el valor del estudio para el progreso, en dejarla en manos de su hijo para que concretara su sueño.
Mi viejo se rebeló a un mandato familiar para pelear por sus objetivos. No fue un rebelde sin causa. Fue una desobediencia para elegir y construir su propio destino. Eso vale oro. Hoy me doy cuenta.
Conmigo pasó algo parecido. Mi viejo quería que yo fuera farmacéutico. Yo dejé vencer a propósito el plazo de inscripción en la facultad de Ciencias Químicas. “Ya perdí la posibilidad de anotarme”, le dije a mi viejo, fingiendo tristeza. “No te preocupes- me dijo- el rector fue compañero de estudios mío y me dijo que extendieron los plazos porque no quieren que nadie se quede afuera de su vocación”. Me mató. Me dejó sin argumentos. Yo fui el primer día de clase con mi cuaderno y a los 5 minutos empecé a correr a toda velocidad hasta la Facultad de Ciencias de la Información. Cuando escuché al profe hablar de la tabla periódica de los elementos de Mendeleyev, de los protones y el hidrógeno huí como soldado que sirve para otra guerra. Yo quería ser periodista. No me gusta la química ni la matemática y no se venderle un remedio a nadie. A los seis meses, el mundo estaba convulsionado por el golpe fascista de Pinochet contra Salvador Allende en Chile. En la facultad sacamos una radio abierta a la calle para hacer la contra información. Defendimos la democracia y repudiamos el asalto militar del poder. Movilizamos por las calles de la docta. Una señora llamada Cata me vió levantar banderas de lucha, de pelo largo hasta los hombros, camisa grafa y fumando particulares verdes de albañil y le contó a mi viejo. A la noche en la cena, mi viejo me preguntó: “¿Cómo te va en la facultad? ¿Necesitas que te preste algún libro de Química Uno? ¿O que te explique algo? Yo puse la cara de acero y le dijo: “No papi, entiendo todo, gracias”. Se paró, dejó el plato de comida sin tocar y me dijo: “Me engañaste, sos un mentiroso. Asi que ahora estudias periodismo. Esa es la carrera justa para vos. Sos un vago, siempre lo fuiste. No tenes constancia para nada. Ni figuritas pudiste juntar por un tiempo largo. Me defraudaste.”
A mí se me estrujó el corazón. Fue como el cachetazo que su padre le pegó a mi padre. No comprendía que este oficio era mi vocación, mi felicidad y que para que te fuera bien tenías que trabajar muchas horas por día. El periodismo ya no tenía aquellos viejos bohemios de madrugada con café y alcohol que eran escritores de lujo”. Pero esa era la imagen que mi padre tenía del periodismo.
Igual que hizo él con su padre, yo también fue desobediente de su mandato. Le metí duro y parejo y fui 16 veces a pedir trabajo al diario Córdoba y siempre me decían que no hacía falta un periodista, que había demasiados. Yo no bajé los brazos jamás. Creo que no se hacer otra cosa que periodismo. Redoblé mi esfuerzo y el día que empecé a ganarme la vida como cronista, mi padre empezó a respetarme. También ahora sus amigos los felicitaban porque me leían en el diario o me veían en la tele comentando el mundial de fútbol. Ese día mi viejo me entendió. Como si me hubiera dado la casa para que la hipotecara. Hoy me dice: “No trabajés tanto, Alfredo. Descansá un poco”. Y yo me río con él y le pregunto: “¿Cómo no era que yo me hice periodista porque era un vago?”. El se ríe con orgullo y un toque de pudor.
Y con Diego pasó lo mismo. Con la madre decidimos hacer fuerza para que no fuera periodista. Fue muy duro atravesar el kirchnerato. Amenazas, insultos, ataques de los medios del estado, mensajes de los servicios de inteligencia, lupa de la AFIP, cero publicidad y apriete a los anunciantes privados, un nivel de autoritarismo sin antecedentes en democracia. Por eso no queríamos que Diego sufriera lo mismo y que tuviera que heredar mis enemigos.
Pero decidimos evitar que fuera periodista sin prohibirle nada porque eso le iba a potenciar las ganas. Le fomentamos por la positiva cualquier otro interés que le surgiera. Fue al teatro a ver al mago Jansenson y quedó fascinado. Le dijimos estudia magia, es una linda forma de ganarse la vida. Se recibió de mago y hasta trabajó en fiesta infantiles. Otra vez quedó impactado con el arte de la cocina del Gato Dumas. Estudiá para cheff, le dijimos. Es un oficio con mucho futuro. Se recibió de cheff. Y asi con el estudio de actor hasta que un día todo cambió. Volvió del viaje de estudios del secundario. Habían ido a Mar del Plata. Llegó y me dijo: “No me jodan más, yo quiero ser periodista. Soy el único de mis compañeros que leía todos los diarios antes de acostarme a las 7 de la mañana cuando volvíamos e de bailar”. Pensé en mi viejo farmacéutico, el mi carrera de periodista y me resigné. Ok, nosotros queremos que vos seas feliz. Y si el periodismo te va a hacer feliz, dale para adelante. Un par de consejos y nada más. No uses mi apellido para buscar trabajo. Empezá por el periodismo gráfico que es la gran escuela y cuidá siempre la ética: las notas no se cobran ni se pagan. Eso fue todo. Diego le metió para adelante como hizo mi viejo y como hice yo y fue creciendo hasta superarme largamente. Es diez veces mejor periodista que yo. Todo lo que logró lo hizo 30 años antes que yo. Conducir en radio, en tele, hacer notas de tapa en revistas, ganar un Martin Fierro y lo que más felicidad de produce, ser querido por sus compañeros.
Mi moraleja es que la desobediencia para cumplir tus sueños, la pelea por tu vocación, la libertad para edificar tu camino son fundamentales a la hora de acercarte a eso que llamamos felicidad. Hoy tengo la bendición de tener a mi viejo vivo y sano y a mi hijo en plena consolidación de sus esperanzas. No puedo pedirle más nada a la vida. A veces pienso que algo bueno habré hecho para que me de semejante premio. Por eso digo que soy feliz. Y que feliz hoy cumplo años.