Evita y la palabra de Loris Zanatta – 24 de julio 2020

Es increíble el fenómeno de Eva Duarte de Perón. Se la nombra de mil maneras. Con amor y con odio, los dos sentimientos desgarradores que ella despertaba en vida: la abanderada de los humildes, la capitana, la perona, la madre espiritual de la Nación, la Santa, la Puta, y sin embargo, alcanza con decir Evita y todo el mundo sabe de quién se habla.
Pasado mañana se cumplen 68 años de la muerte de Evita. Vivió solamente 33 años. Pocos nombres producen una grieta más grande entre los argentinos. Tal vez Perón o Cristina. Es difícil de medir.
Dicen que hasta Perón temblaba ante su presencia. Temblaba de miedo y de admiración. Eva hizo del resentimiento y el odio su instrumento para buscar justicia para los más pobres y para las mujeres. El país se dividía entre los que daban la vida por Perón y por Evita porque los asociaban al aguinaldo y a la dignidad de las 8 horas de trabajo y los que soñaban con la muerte de Perón porque lo vinculaban con la demagogia y el nazismo. Argentina se fracturaba entre Hugo del Carril y Libertad Lamarque. El mito y la leyenda mandaron casi al olvido frases implacables cargadas de intolerancia. Y no hablo solamente de “no dejaré piedra sobre piedra que no sea peronista”. Hablo de fanatismo y culto a la personalidad, casi únicos en la historia argentina. “Aquí nadie es el dueño de la verdad, salvo Perón”, decía. “Antes de apoyar a un candidato le exigiremos en blanco un cheque de lealtad a Perón que llenaremos con su exterminio cuando no sea lo suficientemente hombre como para cumplirlo”. “Perón es Dios”, dijo en un discurso y pidió adoctrinar a los niños recién nacidos para que sepan nombrar y querer a Perón, antes de decir papá”.
Evita murió hace 68 años, pero el peronismo sigue vivo y en el gobierno. En Clarín leí un análisis brillante que quiero compartir con ustedes y por eso hoy, le doy mi palabra al profesor de la Universidad de Bolonia, Loris Zanatta. Escribió lo siguiente:
Alberto o Cristina, Cristina o Alberto, hace meses que no se habla de otro tema. ¿Será normal? La dialéctica política argentina no pasa, como en cualquier democracia, por el gobierno y la oposición, la mayoría y la minoría. No: está absorbida por el tira y afloje entre dos “almas” diferentes del mismo movimiento, siempre suspendido entre el amor y la guerra, el reto y el juego de las partes. A los demás no nos queda que tratar de descifrar la trama opaca del milagro peronista que se repite una vez más: la parte se ha convertido en todo. ¿Será saludable? Mirada desde la perspectiva de la historia, no es ninguna novedad. Al contrario, es el guión habitual del peronismo en el poder. Es el partido que se hace Estado, la ideología que se hace nación, el movimiento que se hace “pueblo”. Y es el gobierno que invocando al Estado, a la nación y al “pueblo” avanza paso a paso hacia la conquista de los espacios públicos, hacia la colonización de las instituciones neutrales: ora nombrando un juez, ora amenazando a un periodista, ora apretando una empresa, gota a gota, cavando la roca institucional, modelándola a su gusto. Así ha sido siempre desde la épica “democracia” nacional y popular fundada por Juan Domingo Perón. “En Argentina pasa de todo”, me dicen los amigos desconsolados. De todo, pero siempre lo mismo.
Así es como el peronismo interpreta todos los roles de la película, à la carte: es gobierno y oposición, buen policía y mal policía, abanderado de los derechos humanos y amigo de Maduro, capitalista y anticapitalista, liberal y antiliberal, popular e intelectual.
Y dado que la historia es siempre la misma, o parecida, cambian los protagonistas pero no los roles. Alberto Fernández es la expresión típica, incluso más de lo que pensaba, del peronismo de Perón. La idea, tan querida por el general, es que el peronismo es la ideología de la patria, que todos los argentinos son básicamente peronistas. No queda entonces sino cooptarlos y convencerlos, digerirlos y metabolizarlos, halagarlos y reclutarlos. Unidos en el peronismo, formarán una gran familia dirigida por el Estado en nombre de la nación para la salvación del “pueblo”: la comunidad organizada 2.0 es la digna heredera de su antepasada.
Como buena familia latina, es paternalista y clientelar, basada en los afectos por sobre los derechos, en la complicidad por sobre la ley. Sindicalistas y sacerdotes, empresarios y administradores, profesores y punteros de barrio, todos a bordo, cada uno en su lugar, cada uno a su precio. De ahí el cinismo etéreo del Presidente, la relatividad de los valores, el desierto de las convicciones, la moralidad de la conveniencia, el desvergonzado arte de hacer y deshacer, decir y desdecirse, estar de acuerdo pero también en desacuerdo, especialmente consigo mismo, con su pasado y, quien sabe, con su futuro.
Sentada en la otra orilla, Cristina Kirchner es el epítome del peronismo de Eva, el arquetipo del cruzado en perpetua guerra contra el infiel: conmigo o contra mí, amigos o enemigos, pueblo y antipueblo, nación y antinación. Lo de siempre. ¡Ni hablar de cooptar! Destruir, aniquilar, purgar: patria o muerte. Fundamentalista y vengativa, Cristina hoy como Eva una vez, no escatimará armas para obtener la cabellera del enemigo. Su comunidad organizada no es un revoltijo de clientes interesados o sujetos oportunistas, sino una comunidad de creyentes enfurecidos, decididos a purificar al “pueblo” del pecado liberal y capitalista, la herejía eterna.
Pero si estos son los roles consabidos y tales los protagonistas, no es sorprendente que la representación sea también un déjà-vu. Como siempre, de hecho, el peronismo de Perón y el de Eva se disputan el depósito de la fe, la titularidad de la ortodoxia, la fuente sagrada del mito fundador. ¿Quién encarna el verdadero peronismo? ¿Quién es el heredero legítimo del Redentor y el guardián de las Escrituras? Así es como funcionan las religiones políticas, como razonan los partidos-Iglesias, como se manifiestan las expectativas de sus fieles. Esperamos al menos que no terminen matándose, que esta etapa del peronismo no produzca su Juan Duarte o su José Ignacio Rucci.
Sé que muchos torcerán la nariz: pero ¿qué fe y qué fe? La ideología peronista es un caparazón vacío, un ritual gastado útil solo para perpetuar el poder. ¿Qué fe habrá detrás de las bolsas rebosantes dólares y de los zares de las tragamonedas? ¿Qué “pueblo” invocarán los presidentes que acaparan hoteles, los dirigentes encerrados en la Recoleta, los revolucionarios hospitalizados en el Otamendi? Correcto.
Pero, ¡ay de subestimar la mística del poder basado en la fe! Es invocando la fe que la intolerancia tiene en jaque la moderación, que el fanatismo nubla la sensatez. La mediación, el acuerdo, el reformismo, el pluralismo, todo lo que representa la sal de la democracia, son desde el punto de vista de la fe traiciones para ser castigadas, herejías para ser erradicadas, desviaciones para ser excomulgadas. Si no lo creen, léanse el florido intercambio de cortesías entre Julio De Vido y Juan Grabois. No por su sórdida vulgaridad: cada uno muestra lo que tiene. Sino para la grotesca carrera a quién es el más fiel de los fieles, el más enemigo de los enemigos, para el tribalismo primitivo que expresa.
Este es el trasfondo en el que el peronismo vuelve a evocar el fantasma del “odio”, omnipresente en los conflictos fratricidas de los años 70, en los labios de Perón y Eva veinte años antes. Nosotros somos el amor, es el sentido, los demás el odio: el habitual esquema maniqueo. Las lágrimas del niño Jesús, dijeron alguna vez los grupos armados peronistas, serán las balas que matarán a “los explotadores”; o sea que el máximo del amor producirá el odio más radical, que para convertir el odio en amor, correrá toda la sangre que se necesite. ¿Allá vamos otra vez? Mejor no remover el avispero: la historia no es cuestión de amor y odio, ni la política de posesión y exterminio.