Necesitamos a Favaloro – 12 de julio 2017

Hoy lo necesitamos más que nunca. Por eso no me canso de repetir esta plegaria laica.
Ese emblema de lo mejor de los argentinos llamado René Gerónimo Favaloro hoy cumpliría 94 años. Por eso hoy es el día de la medicina social. Al doctor de los doctores le gustaba decir que “el nosotros siempre estuvo por encima del yo”. Solidario hasta el dolor, como quería la Madre Teresa. Ante tanta mugre de estado producida por los años de los Kirchner, ante tanta vergüenza ajena por tanta corrupción cleptocrática, recordar su figura nos llena los pulmones de un aire de esperanza y nos sirve como el mejor de los espejos.
Celebrar su nacimiento nos hace olvidar un poco de uno de los momentos más tristes de nuestra bendita Argentina. El día en que el doctor Rene Favaloro se pegó un balazo en el corazón. Justo el que salvó miles y miles de vidas. Justo él, que derrotó miles y miles de muertes, justo él. Solo, abatido, cansado de luchar contra la burocracia y la mediocridad, uno de los argentinos más grandes de todos los tiempos nos pegó un cachetazo brutal para despertar nuestra conciencia ciudadana. Justo él que vino a ofrecer su corazón generoso como ejemplo a toda la sociedad.

René Gerónimo Favaloro tuvo a lo largo de su vida la posibilidad de manipular dos de los elementos más nobles que existen sobre la tierra: la madera y los corazones. Y trabajó con respeto sobre ellos. Los mejoró con su precisión de cirujano y su sensibilidad artística de ebanista. Sus manos gigantes, manos como patios como dijo Horacio Ferrer de Anibal Troilo, eran expertas a la hora de esgrimir las gubias que aprendió a utilizar en la carpintería de su padre y el bisturí que dominó como nadie. Favaloro era un artesano que trabajaba con las manos y el cerebro para resucitar corazones. Por eso todavía duele tanto su partida. Por eso su memoria nos interpela. Porque era un científico admirado por las elites intelectuales pero había sido parido entre los hombres más sencillos de La Pampa.

Su etapa de médico rural en Jacinto Arauz lo marcó para siempre. Le fortaleció las raíces y modeló su identidad. Doce años de su vida los dedicó a enriquecerse humanamente en el campo, ayudando a los que menos tienen, poniendo el cuerpo y las neuronas donde había más necesidades. Se hizo hombre del pueblo en la profundidad de nuestra patria. Aprendió a escuchar y valorar los silencios. Ese intenso color azul del jacarandá y los aromas de la salsa de tomate y hongos secos que era su especialidad a la hora de agasajar a sus amigos con una pasta amasada y cortada a cuchillo por el mismo como si fuera hecho por un cirujano. El pueblito pampeano fue su plataforma de lanzamiento hasta asombrar al mundo y recibir todos los premios que se pueda imaginar. Todos lo condecoraron como uno de los grandes precursores de la cirugía cardiovascular de todos los tiempos.
En Estados Unidos desarrolló su obra cumbre: el By Pass o puente. Y esta noche, sus discípulos y continuadores celebrarán los 50 años del By Pass. Sacó del fondo de su alma su habilitad conseguida en el taller de carpintería de su padre y del pulso firme y minucioso de costurera de su madre modista. Trabajaban 14 horas por día igual que su hijo. Hizo una clara opción por lo pobres y fue de una austeridad y una generosidad inmensa. Fue un hombre del pensamiento nacional y popular. Siempre decía que los datos de la mortalidad infantil y la concentración de la riqueza eran claves para medir a un modelo injusto que él llamaba Neofeudalismo. Fue un adelantado. Como si hubiera presentido lo que nos pasó en los 12 años de la era del hielo K. Jamás hizo nada ni por dinero ni por poder. Sus valores eran otros. Era de otra madera. Amaba la historia argentina y a San Martín. Su máxima felicidad era ir a pescar y alquilar un autito y dormir donde lo agarraba la noche. Y hablar de las cosas de la vida y de la muerte con los campesinos.

La vida lo castigó demasiado. No pudo tener hijos biológicos con María Antonia, su novia de la secundaria y su esposa de siempre. La muerte de Juan José, su único hermano lo atravesó como una puñalada a traición.
Jamás olvidaré el día que operó a mi viejo. Estaba tan delicado “el mayor” que nadie se atrevía a operarlo. Se sacó los guantes, el guardapolvo y me abrazó junto a mi madre y mi hermana. Recién salido del quirófano, nos dijo: “Salió todo bien. Quédense tranquilos. Perdió poca sangre. El 93% que me corresponde salió bien. El 7% restante le corresponde a Dios y hasta ahí no llego”. Todavía me resuenan sus palabras, su vozarrón campechano y esa caricia en el alma que nos hizo cuando nosotros éramos un pantano de dolor y angustia. Y hablando de Dios, recuerdo que la primera vez que vi una capilla ecuménica fue en la Fundación Favaloro. Un lugar de silencio y reflexión para sentarse a meditar y para que todos pudieran rezar a su Dios, a su religión o a la energía en la que creyeran. Hasta en eso la fundación fue un ejemplo de amplitud y no discriminación.
Rene Favaloro fue el mejor producto que salió del barrio El Mondongo. Se encendía su mirada cuando contaba cien veces los goles de Gimnasia y Esgrima y decía “fulbo”, como el más sencillo de los hinchas. Hoy lo extrañamos como nunca. Necesitamos de su molde. Para que nazcan argentinos a su imagen y semejanza. Militantes de la cultura del esfuerzo y la excelencia. Plantados sobre nuestra tierra. Con la ética y la honradez como bandera. Hoy lo necesitamos más que nunca para demostrar que no todo es corrupción, trepadores del poder, autoritarios y soberbios. Que la patria no se devora a sus mejores hijos. Que se puede ser argentino de otra manera. Como Rene Favaloro que en paz descanse.