El Polaco Goyeneche vive en el corazón de su pueblo. Ayer se cumplió un cuarto de siglo del fallecimiento de uno de los íconos de la porteñidad. Pasaron 25 años y debo confesar que Buenos Aires ya no es la misma. Que el corazón de Saavedra late más lento, como arrastrando su sangre olvidada.
Hace 25 años que se nos esfumó en plena madrugada gris pero lo seguimos extrañando. Cada tanto se nos aparece con todo su talento y nos explota una nostalgia de 2×4.
Si algún pibe que no lo conoció ni escuchó hablar de su leyenda le digo que puede darse una vuelta por el bar “La Sirena” de la ex Avenida del Tejar y Nuñez. No se sorprenda si ve un cigarrillo apoyado en el cenicero de lata de Cinzano… entristeciendo la ventana con el humo. No se sorprenda si hay un café listo, un aroma de amistad y no hay nadie sentado en la silla. Es el fantasma del Polaco que vuelve a sus pagos. Es el fantasma del Polaco que de vez en cuando aparece en el espejo de algún colectivo que supo manejar para ganarse la vida pese a que ya cantaba en la orquesta del maestro Horacio Salgán.
Goyeneche fue taxista y mecánico de barrio. Muchos no saben que el Polaco fue colectivero de la línea 19. Que tal vez por eso fue el cantor nacional con más empedrado y asfalto. Goyeneche, que en milongas descanse, siempre recordaba con afecto su mundo de 20 asientos, el que le arruinaba los riñones, pero que fue su curso de ingreso a la universidad de la calle.
Ese fantasma del Polaco se aparece generalmente los sábados porque es el día de la noche, del tango compadrito y engominado.
Nunca falta gente soñadora que lo saluda con un movimiento de cabeza en el club social y deportivo “Federal Argentino” donde a los 15 años ganó un concurso de voces nuevas y como premio fue contratado para cantar en la orquesta de Raúl Kaplun.
Algún domingo suele merodear los viejos micrófonos del club social y deportivo “El Tábano” o los gritos de gol marrones y desesperados de calamar y de Platense.
Hay quien dice que se lo puede escuchar muy a los lejos en Villa Urquiza, en una vieja parada del tranvía 35 donde su viejo lo esperaba cuando volvía del cabaret, con el sol castigando las miradas. Ese mundo de tanguerías, de piso de parquet, piringundines almodovarianos con bronces por todos lados y de mujeres coperas y alternadoras habían sido sus divisiones inferiores. Desde muy chico se movía entre las mesas y los escenarios como un sabio veterano.
La estampa del Polaco está en todos lados. Como un Dios pagano. En
Radio Belgrano y los viejos micrófonos de los afiches de Evita, Caño 14, la catedral del corte y la quebrada, los clubes de barrio, la tele y en los discos long play. Pero sobre todo en esos boliches prohibidos, esos supermercados del vicio y el placer que nunca dejaron vivir ni morir en paz a su madre lavandera que nunca lo llamó Polaco.
El primero que le dijo Polaco fue otro mito de la fundación de Buenos Aires. Otro que siempre está volviendo, el de las manos como patios: Aníbal Troilo, Pichuco. Lo escuchó una noche, no lo esperaba. Lo llamó y le dijo: “pibe, usted así tan rubio parece un polaco” y le quedó para siempre ese apodo y de nada sirvió tanto vasco antepasado llamado Goyeneche ni que haya nacido en Entre Ríos.
Goyeneche no se privó de cantar con Astor Piazzolla y la rompió, dejó la pelota chiquita y se fue ovacionado. Pero con Pichuco, el Polaco construyó una amistad inmensa y una pareja de leyenda. Goyeneche y su personalidad para decir los tangos siempre me puso la piel de gallina. Siento una emoción canyengue, de chata cadenera del barrio de La Boca, pocas cosas tan urbanas como su voz y sus murmullos.
Por eso Buenos Aires no es la misma sin su cara angulosa, sin su bigotito anchoa, es como tener un prócer menos. Nos falta su voz de barítono de mediana tesitura, su buen oído, su susurro de fango, sus amagues futboleros, sus fileteados verbales, su bandoneón en la garganta.
¿Sabe qué consejo le daba siempre Pichuco? Le decía: ”Pibe… hay que contarle al público, no cantarle. De cantar se encarga la orquesta.”
Y si me permiten señores oyentes, le robo un párrafo a Fernán Silva Valdes para tratar de definir mejor lo que era el tango interpretado por el Polaco: “El tango es una música rara/ que se acompaña con el cuerpo y con los labios y con los dientes/ como si se mascara”.
Y le robo otro a Homero Expósito, ¿Me permite?. “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”.
Así era el Polaco, por eso fue el más rockero de los tangueros, el más zarpado, el menos dogmático, el que tenía los poros más abiertos para enriquecerse con otros vientos.
Era llorón, sensiblero, calentón, a veces se encerraba en su humilde casita de la calle Melián a hundirse en las nostalgias. Su primer contacto con el tango fue a través de las letras que publicaba aquella revista emblemática llamada “El Alma que canta”. Y fue casi como un toque premonitorio porque el Polaco Goyeneche hoy podríamos definirlo como “El alma que canta”.
Extrañamos tanto su fraseo único, ese paladear el tango desde cada palabra con puntos y coma, gota a gota, tango a tango.
Extrañamos su carraspeo, sus silencios abismales, su escenario, su estaño, su última curda y su garganta con arena como le dijo Cacho, tal vez su heredero, de “cantor de un tango insolente, hiciste que a la gente le duela tu dolor”.
Nos duele el dolor del Polaco y de su ausencia. Si nos paramos a mirar la vida debajo de una luz de almacén, seguro que nos invade un perfume de yuyos y de alfalfa que nos hace extrañar más su misterio sureño y desafiante.
Y a veces, la angustia nos invade porque solo nos queda su nombre flotando en el adiós. Arena que la vida se llevó…