Una década sin Sandro – 3 de enero 2020

Mañana se cumplen diez años de la muerte de Sandro. Hace una década que odiamos más que nunca al EPOC que lo asesinó. La Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica perforó su respiración para siempre. Ni siquiera el trasplante cardíaco bi pulmonar que le hicieron, pudo derrotar semejante asfixia.
Si usted me permite le quiero hacer un humilde homenaje a Sandro. Porque todos los argentinos tenemos un Sandro metido adentro de nuestra identidad. A todos nos dice algo. A todos nos despierta los recuerdos. A todos alguna vez nos expresó en nuestros sentimientos más íntimos. Queremos tanto a Sandro.
Es que su leyenda va mucho más allá de los 22 millones de discos que vendió, de los cientos de estadios que llenó, de los 46 long play que editó, de los 11 discos de oro y los incontables de platino.
Su mística es muy superior al record de 40 recitales seguidos con localidades agotadas en el Gran Rex, y su premio Grammy que lo consagró en todo el continente como “Sandro de América”.
En mi caso, Sandro tiene dos momentos muy especiales. Aquel “Sandro y Los de Fuego” que desde los Sábados Circulares de Pipo Mancera hacía bailar a una juventud que empezaba a patear todos los tableros. La sensualidad de aquel muchacho arrabalero de Valentín Alsina que moviendo su pelvis como Elvis llegó a la gloria del Madison Square Garden con la transmisión en vivo de otro grande: Cacho Fontana. El día que más me conmovió fue cuando lo distinguieron en el Senado de la Nación. Recibió el premio, lo aferró junto a su pecho y gritó: “Mami, viste donde llegó el nene”.
Nos hizo llorar a todos. Se sentía orgulloso de sus orígenes, de su barrio, “siempre voy a ser el hijo de doña Nina y de Don Vicente, el que necesitaba dos meses para ganar lo que a los 17 años yo ganaba en un rato sobre un escenario.” Es que nació en un conventillo de la calle Tuyutí donde tenían que compartir el baño y la cocina con otros vecinos. Muchas veces su madre le tuvo que hacer pantalones con tela de colchones. El dinero era escaso pero el corazón gigante. Algunos creyeron que su origen gitano era apenas un recurso de marketing. Pero lo cierto es que los zíngaros lo adoraban y cada tanto se aparecía en alguna celebración de la colectividad. Tuvo un abuelo paterno llamado José que nació en Hungría con apellido típicamente gitano pero cuando emigraron a estas pampas por los milagros de las burocracias, su apellido se transformó en Sánchez. Dicen que le pusieron Roberto en homenaje a Roberto Escalada que era el galán de moda por aquél entonces.
Aquel Sandro fue sembrando romanticismo en toda América y cosechó legiones de admiradores. Se convirtió en pasión de multitudes. Sin escándalos ni chismes. Atrincherado en su casa de Banfield para que le respetaran su intimidad. Todo lo que ganó se lo ganó arriba del escenario. Cantando o actuando en sus películas que ya son de culto. Ese muchacho que empezó a ganarse la vida como changarín y tornero pudo radiografiar el amor y decir: “Por ese palpitar / que tiene tu mirar/ yo puedo presentir/ que tu debes sufrir/ igual que sufro yo, por esta situación/ que nubla la razón, sin permitir pensar.
Le gustaba cocinar sofisticaciones de la comida china, francesa y japonesa. Su mundo era rococó, casi bizarro. Una suerte de personaje almodovariano que te recibía en el camarín con batas rojas de seda y botas negras de cuero. Y un whisky y un cigarro, que eran infaltables.
Era un travieso que llamaba a la radio en medio del programa para elogiar una nota o completar un comentario. Los productores no lo podían creer cuando atendían el teléfono: ¿Quién habla? ¿Sandro? Y era Sandro, nomás.
Siempre fue muy creyente. Una persona de fe que tenía en su casa un pesebre que le había traído un amigo desde Jerusalén y una imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa ante la que se arrodillaba a rezar antes de cada espectáculo. Por momento parecía un torero. Muy lejos había quedado ese chico que en bicicleta ayudaba a su padre con el reparto de vino a domicilio.
En su madurez hubo otro Sandro que ratificó y multiplicó en tres generaciones su romance y lealtad con la gente. Ese que se convirtió en un fenómeno social. En un Gardel gitano. Ejerció una suerte de resistencia cultural a los tiempos light que vivimos. Hoy para muchos mercaderes del cerebro vacío el éxito es sinónimo de delgadez y juventud. Y Sandro batió todos los records de público sin ser flaco ni joven. Todo lo contrario. Entrado en kilos y en años no ocultó una cosa ni la otra. Convivió dignamente con eso. Se reía de sí mismo. Se tomaba el pelo. Movía su cuerpo con esa rosa rosa tan maravillosa para que las nenas deliraran y le tiraran sus bombachas ansiosas y les decía: “Esto que están viendo es un mezcla de ridículo y milagro”. Y era verdad.
Todos somos una mezcla de ridículo y milagro cuando nos despojamos de todas las caretas y los disfraces y nos quedamos desnudos frente al espejo de nuestra propia conciencia. Todos somos tan ridículos como milagrosos. Pero es así la vida cuando se valora lo auténtico y se sabe que no hay plástico ni siliconas que garanticen la juventud eterna. Hoy todo es rapidito, liviano y por arriba. Relaciones humanas fugaces porque no hay tiempo para nada. Intercambios de bajas calorías. Finamente gasificados. Hay una cultura de la raspadita. Del clip, del pensamiento tuitero de 140 caracteres, del videogame y del chat. No se lo que quiero pero lo quiero ya. Todo se sobrevuela. Sandro representó todo lo contrario. La profundidad de las cosas. La intensidad que desprecia lo efímero. Aquel tocadisco Winco para enfrentar la banalidad del mal. Hoy que las modelos son modelo se puede decir que él le dio batalla a lo insípido y a lo incoloro, que prefería las flores a los Ipad y las velas a las leds. Es que siempre fue rebelde y peleó por ser cada vez más auténtico.
Sandro fue un estandarte en defensa de las cosas más profundas de la vida. Tan profundas que muchos presuntos piolas creían que eran grasas, antiguas o cursis.
¿Desde cuándo es cursi llorar por el amor de una mujer? ¿Desde cuándo es antiguo el juego maravilloso de la seducción? ¿Quién es el marciano que dijo que es grasa susurrarle te quiero a una mujer? Sandro rompe con esa mentira noventista de que es más importante tener y parecer que ser. Era un divo pero actuaba como el muchacho de barrio que llegó. En uno de sus espectáculos habló de recuperar el almacén de las cosas perdidas. Es la revalorización de lo simple, de la emoción y la sensibilidad. Ahora se convertirá en mito. O en leyenda. Pero Sandro es un sentimiento. Roberto Sánchez vive eterno en el corazón de sus nenas. Volverá y será millones como todos los ídolos populares. Decía que la gente solo quería un poco de aire fresco. Y tenía razón.
Tuvo la lucidez anticipatoria de cantarnos en vida eso de que: “no quiero que me lloren cuando me vaya a la eternidad. Quiero que me recuerden como a la misma felicidad”. Sandro querido. No te lloramos. Te extrañamos…