Por la calle de la verdad y la libertad – 15 de julio 2020

Durante el gobierno del doctor Raúl Alfonsín, nada menos, el peronismo instaló una consigna que decía: “Patria mía/ dame un presidente como Alan García”. Por suerte para todos, la patria no le dio el gusto. Alan García era un presidente peruano que lideraba una postura intransigente frente al pago de la deuda externa que luego se transformó en un neoliberal y finalmente, se suicidó de un tiro en la cabeza, hace poco más de un año, envuelto en fuertes acusaciones de corrupción en el caso Odebrecht.
Anoche, cuando terminé de entrevistar durante una hora y diez minutos en TN al presidente Luis Alberto Lacalle Pou, me vino esa frase a la memoria. Con los nombres y las rimas cambiados, por supuesto. Jugué con las palabras y surgió algo así como “Patria no desmayes y dame un presidente como Luis Lacalle”. Es que me estalló el teléfono de mensajes y casi todos tenían dos palabras como denominador común, “Sana envidia”. Dirigentes políticos y empresarios de primer nivel, colegas periodistas, editores encumbrados y ciudadanos comunes se habían emocionado y conmocionado con la claridad de conceptos de un jefe de estado que sembró la charla de frases que la inmensa mayoría comparte y por comparación, nos dejó también el sabor amargo de que, para los argentinos, va a ser muy difícil parir un líder de semejante estatura.
Mi conciencia me acosaba con una pregunta obvia: ¿Por qué nosotros no podemos tener dirigentes políticos como Luis Alberto Lacalle? Por lo menos por ahora. Este no es un ensayo sociológico que sería lo adecuado para responder con mayor rigurosidad intelectual. Pero es una reflexión periodística de alguien que se dedica hace más de 40 años al análisis de la política. Y eso me permite arriesgar un par de conjeturas que sirven para hacernos más preguntas y potenciar los debates que nos debemos.
Primero, creo que los presidentes de los países no son demasiado diferentes a sus pueblos. No conozco pueblos angelicales y presidentes demoníacos. No creo en eso de que los pueblos tienen los presidentes que se merecen. Pero tampoco que los jefes de estado vienen importados de Japón o los trae la cigüeña de Paris. Suelen tener miserias y grandezas bastante parecidas a la sociedad donde se fue forjando. Y creo, que a modo de autocrítica, debemos examinarnos. Por supuesto que los uruguayos no son perfectos. En muchos aspectos somos parecidos. Nos separa un charco apenas. Pero claramente tienen una cultura cívica de respeto republicano y pluralismo muy superior a la nuestra. Se reúnen todos los ex presidentes y conversan sobre temas de estado. No digo que todos piensen igual. Se respetan, se escuchan, hacen de los disensos y los consensos un ejercicio creativo y cordial. Y eso derrama sobre los ciudadanos un antídoto contra el odio entre hermanos.
Es doloroso decirlo, pero a nosotros nos pasa todo lo contrario. Cristina se negó a entregarle la banda y el bastón de mando a Mauricio Macri. Cuando ganó Alberto y se abrazó con Macri, la actual vice le dio la mano a Macri, mirando para otro lado con una cara de asco descomunal y demostrando un desprecio institucional inédito.
También es cierto que en varios grupos sociales, los uruguayos tienen valores que nosotros, en gran medida hemos perdido. Y no lo digo para clavarnos puñales o por una actitud masoquista. Lo digo para que, con humildad, podamos aprender de los buenos ejemplos y tratar de ser mejores.
Siempre hay excepciones en todo, pero la mayoría de los sindicalistas uruguayos son combativos y duros. Pero viven en casas sencillas similares a la que viven los trabajadores que representan. No son millonarios. No son mafiosos. Viven como piensan. Y eso les da un respeto ético que la mayoría de los gremialistas nuestros no tienen.
Casi todos los líderes, tienen una austeridad franciscana. Son custodios del dinero que no les pertenece y saben que son inquilinos del poder y no propietarios. Y lo digo por los dirigentes de todas las ideologías. Ya quisiera la izquierda argentina tener un cuadro como el doctor Tabaré Vázquez, un médico oncólogo que siguió atendiendo en su consultorio de barrio. O intelectuales brillantes y honrados como Julio María Sanguinetti que dejan la jefatura del estado y vuelven a trabajar en su estudio. Le estoy hablando de ex presidentes del Frente Amplio, el partido Colorado o el Blanco, en el caso de los Lacalle, cuatro generaciones de políticos que aman su patria, su paisito, como ellos dicen. Cada uno levanta su bandera ideológica y pelea por sus proyectos. Pero en general, permiten que gobierne el que ganó y tratan de ser mejores para volver al poder. Uruguay no tuvo un 2001. No se afincó el populismo peronista de derecha y de izquierda, al mismo tiempo. No hay cortes de calles y rutas todos los días. La educación es cada vez de mayor excelencia. Tienen los brazos abiertos para recibir a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo patrio. El presidente Lacalle se emocionó anoche cuando me dijo que tenía siempre a su lado la bandera que dice “Libertad o muerte”. Es el lema de Uruguay y figura como inscripción en el pabellón de los Treinta y Tres Orientales, un grupo de patriotas liderados por Juan Antonio Lavalleja.
Creo firmemente que los argentinos para lograr tener un presidente como Luis Lacalle tenemos que bajar nuestros niveles de soberbia. Muchos conceptos que repetimos por mucho tiempo nos hicieron creer demasiado vivos y hace década que el país está cada vez peor. Hay frases hechas que tenemos que revisar. No somos los campeones mundiales de todo. No somos los campeones morales. Parece que Dios no es argentino como creíamos. O que nos salvamos con una buena cosecha. O que tenemos los cuatro climas y eso va a evitar que nos hundamos.
Me he cansado de escuchar esa altanería que dice que los uruguayos son demasiado lentos. Yo creo que nosotros somos demasiado rápidos. Veloces para la corrupción, el odio, la venganza y para llevarnos el mundo por delante. Argentina es un país maravilloso al que amo profundamente. Pero es tiempo de reconstruirlo desde la moral y la educación. Si nos creemos más de lo que somos, siempre seremos menos de lo que podemos.
Luis Lacalle no es una excepción en la política uruguaya. Es un emergente que representa las mejores tradiciones. Dijo decenas de definiciones impactantes. Pero la que más me gustó, fue que ama la política. Tiene pasión por su gente. En nuestro país esa palabra, “política”, cayó en un fuerte desprestigio. Se asocia al robo, la avivada, el amiguismo. Hay que limpiar esa palabra porque no hay otra herramienta mejor para transformar la sociedad y hacerla más libre e igualitaria.
Luis Lacalle Pou, nos enseñó o me confirmó anoche, que no hay otro camino que sembrar mejores ciudadanos para cosechar mejores políticos y mejores gobiernos. Lleva su tiempo. Pero es una epopeya que alguna vez tenemos que emprender. Es por el bien de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos.
El día que Luis Lacalle asumió pidió que no invitaran a Nicolás Maduro ni a las autoridades de Cuba y Nicaragua. Anoche explicó que fue una decisión personal porque no se hubiera sentido cómodo al hablar de libertad y derechos humanos frente a un dictador. No anda con vueltas. Dice que las relaciones entre los países no hay que cargarlas de ideología, pero que hay límites como son la defensa de los valores republicanos.
Pasé al aire un fragmento de una conferencia de prensa para preguntarle su relación con los periodistas que en este país somos tan maltratados por el cristinismo. Hubo una pregunta de una colega llamada Sofía del semanario Brecha sobre el aumento de impuestos a los más ricos. Brecha es un histórico medio de izquierda continuador de Marcha. El presidente saludó cordialmente a la cronista y le contestó con el ADN de su idea económica, con altura y respeto, como corresponde. No les vamos a poner más impuestos a los empresarios. Sería amputar el crecimiento para después de la pandemia. Son ellos la locomotora del crecimiento y el estado es el que se tiene que ocupar de los más rezagados, de los más vulnerables. Una postura con mayor sensibilidad popular y sentido común que los ladri progesistas de nuestro país. La salida es siempre con trabajo, crecimiento, esfuerzo y meritocracia.
El mismo eje puso con el tema del exitoso combate contra la pandemia. Apeló a un pacto de responsabilidad social y solidaridad mutua con los ciudadanos. Se resistió al confinamiento obligatorio porque no quiso instalar un estado policial. Le preguntó a los que opinaban distinto si lo iban a acompañar a meter preso a los artesanos y pequeños comerciantes que se ganan el peso todos los días. No estaba dispuesto a reprimir a los laburantes por laburar: “Tenemos una vocación genética por la libertad”, dijo. Tomó medidas, por supuesto. Cierre de fronteras, distanciamiento, barbijos, test y todo lo que recomendaba la ciencia, pero una vez más confió en su gente. Y la gente no lo defraudó.
En Uruguay lo consideran un rebelde. Es que no repite respuestas llena de lugares comunes. Y habla con la verdad hasta que duela. Contó con detalles casi íntimos, como sus hijos fueron los primeros mellizos paridos en Uruguay por el método de fertilización asistida con embriones congelados. Y no tuvo problema en reconocer que cuando era joven consumió ocasionalmente drogas. Lo reconoció abiertamente porque no quiere andar por la vida mintiendo ni ocultando cosas. Todos tenemos muertos en el placard y hay que ponerlos sobre la mesa. Habló con sinceridad. Se bajó el sueldo, y les bajó los sueldos a todos los funcionarios. Dio el ejemplo. Hizo el primer esfuerzo. Cuando fue presidente de la Cámara de Diputados fue austero y buen administrador. Vendió papeles viejos y hasta botellas. Ahorró 2 millones y medio de dólares y los devolvió a Rentas generales. Cuando renunció como senador para ser candidato a presidente, la ley le permitía cobrar el 85% de su sueldo durante tres años. Insisto: la ley lo autorizaba. Y lo rechazó. Renunció a ese privilegio, dijo que lo hizo para poder mirar de frente y a los ojos a los uruguayos.
Me alegro que mi oficio maravilloso me haya permitido conocer y entrevistar a un presidente que tiene las condiciones necesarias para liderar la región. Me dio esperanzas en el futuro de América y en la política honrada, solidaria e inclusiva. Luis Lacalle Pou, un espejo para mirarnos. Va de frente, con las manos limpias, las uñas cortas. Lacalle no se desvía de la calle de la verdad y la libertad. Ojalá nosotros podamos seguir ese rumbo. Por ahora, todavía cantamos: vamos arriba la celeste…