La diputada cívica Paula Oliveto dio en la tecla y la palabra adecuada: cobardía. Esa es la actitud de Cristina. Tiene pánico de presentarse como candidata a presidenta y sacar muy pocos votos e incluso terminar en el tercer lugar. Ese sería el final del relato. El certificado de defunción de su carrera política. La carroza se convertiría en calabaza y la reina Cristina quedaría desnuda en sus mentiras, estafas y autoritarismos. Si la furia de la derrota de Scioli no le permitió entregarle el bastón y la banda a Mauricio Macri, se pueden imaginar que ocurriría si ella perdiera los comicios encabezando la boleta electoral. Se apagaría su estrella y su guardia de hierro, La Cámpora quedaría reducida a una agrupación más de la izquierda jurásica y testimonial. El peronismo huiría de su lado y la candidata condenada y derrotada en las urnas pasaría a ser una dirigente jubilada con muchos millones del privilegio y la corrupción de estado.
Ese es el miedo de Cristina. Sabe que el cristinismo chavista va a recibir una paliza electoral. Y no quiere poner la cara ni el cuerpo. Por eso miente en forma descarada. Por eso nos dice falsedades en nuestra cara como si fuéramos tontos.
Ayer se victimizó una vez más y dijo que no renunció a una candidatura ni se autoexcluyó. Estoy proscripta, gritó, mientras le crecía la nariz de Pinocho.
No se le movió un músculo con semejante cinismo e hipocresía. Reculó en chancletas porque comprobó en pocos días que su renuncia había sido letal en todas las encuestas tanto para ella como para sus talibanes. Pero todos vimos como lo dijo, cuándo se transformó en una caricatura de sí misma.
Tenía razón Carlos Ruckauf cuando dijo que Cristina no había renunciado a ninguna candidatura, que había renunciado a una derrota segura.
Esto es peligroso institucionalmente porque Cristina todavía tiene un alto poder de daño. Es una fiera herida y acorralada. Por lo tanto sus zarpazos autoritarios pueden provocar un golpe institucional que ya está en marcha con la instalación de la justicia por mano propia que evidenciaron desde Alberto Fernández hasta el ridículo guevarista tardío, Juan Grabois.
Alberto, vaciado de toda credibilidad, se hizo el guapo demagogo en Santiago del Estero, y aseguró que está dispuesto a pelearse con los jueces pero no con el pueblo.
Y como si esto fuera poco, retomó la idea de Cristina de que esta ciudad de Buenos Aires opulenta y llena de helechos y subtes, es culpable de que no haya agua en las provincias donde el feudalismo gobierna hace años con un clientelismo esclavizante.
Mientras tanto, va camino a convertirse en el primer presidente que no cumple un fallo de la Corte Suprema. Recorrerá los tribunales, acusado de delitos gravísimos como traición a la patria, sedición y atentado y alzamiento contra el estado de derecho.
Alberto debería probar con gobernar, con generar las condiciones para que haya más inversión productiva, más trabajo privado e inclusivo y menos planes en las provincias más necesitadas. Pero robarle fondos de la coparticipación a la Ciudad en la que vive para que Axel Kicillof los dilapide llenando de empleados públicos y militantes el estado provincial, es un despropósito mayúsculo. Un manotazo autoritario en el bolsillo de los porteños no es el camino. Eso es justicia por mano propia, ilegalidad estatal que puede generar que otros sectores hagan lo mismo. Y entraríamos en una crisis institucional que pondría las libertades y la democracia al borde del abismo. Eso es lo peligroso de la cobardía de Cristina. Que fomenta que todos respeten solamente los fallos que los favorezcan. Eso es anarquía y desintegración social. Lo contrario a: “dentro de la ley, todo. Fuera de la ley, nada”.
Ese caos que espanta inversiones y nos coloca junto a las tiranías de la región, incita a no respetar ninguna norma. Ese “cachivache de pacotilla”, (Aníbal dixit) de Juan Grabois se convirtió en un personaje que repite la historia, primero como tragedia y luego, actualmente, como comedia o farsa. Así lo planteó el mismísimo Karl Marx. Fue patético ver y escuchar a Grabois tratando de convencer a los trabajadores de Joe Lewis que el inglés los odia en una apolillada versión de la lucha de clases.
La violación de la propiedad privada solo hizo que los laburantes lo rechazaran y los enfrentaran. Grabois quiso hacer justicia por mano propia acompañado de un diputado y de una armada Brancaleone. El argentino más querido y protegido por el Papa Francisco sigue haciendo papelones y hundiendo más al gobierno. No representa a nadie y quiere representar a todos. Quiere conquistar al mar de la igualdad pero se ahoga en un vaso de agua. Por eso hoy mismo se retiró del lugar vociferando que volverá cuantas veces sea necesario.
Grabois es un símbolo de la cultura chavista que pretende instalar Cristina y su banda. Por momentos dan pena por su “populismo psiquiátrico” como dijo Miguel Wiñazky. Pero son peligrosos porque en su desesperación por el vacío que le hacen las grandes mayorías, son capaces de patear el tablero de la democracia y la paz social. Que nadie se engañe: Cristina, Alberto y Grabois no son unos simpáticos transgresores. Son cobardes peligrosos que están dispuestos a todo para salvar sus privilegios. Así nos va.